Image may be NSFW.
Clik here to view.Hoy se cumplen 5 años de tu partida. Parece que fue ayer.
En honor a tu memoria y legado, comparto las palabras que pronuncié el 28 de diciembre de 2010:
Hoy es un día difícil. Es un día de los que tienen fecha cierta, pero desconocida. Ya lo viví una vez, hace tres años, cuando nos correspondió decirle adiós a ella. Hoy, nos corresponde despedir a mi padre, a mi amigo, a mi orientador, quien además de esas extraordinarias cualidades, fue estadista, servidor de la Patria, jurista excepcional y ciudadano ejemplar.
A unos pocos meses de ser juramentado como presidente de la República, mi padre nos dijo a Dilia Leticia y a mí, el mejor consejo de toda la vida:
“No se acostumbren al poder… ustedes van a tener durante cuatro años muchas amistades nuevas, tendrán muchas invitaciones, pero, luego de cuatro años, volveremos a nuestra casa. El poder es como una sombra que pasa. Mantengan siempre su sencillez y la humildad que siempre le hemos inculcado en nuestro hogar”.
Ese es mi padre, Salvador Jorge Blanco, nacido en Santiago, el 5 de julio de 1926. Hijo de Pedro María Jorge Arias y Dilia Blanco, quien atesoró siempre los valores que conforman la familia. Es a él, a quien con la frente en alto, hoy nos toca despedir, con un hasta luego.
Sencillo, humilde, honrado y trabajador fueron las cualidades esenciales de mi padre en las distintas responsabilidades públicas y privadas que la vida colocó sobre sus hombros. Nunca ejerció la función pública con apego al poder ni a los privilegios que genera el ejercicio del poder. Así lo hizo cuando se desempeñó como procurador general de la República durante el gobierno constitucionalista de 1965, como senador del Distrito Nacional en el período 1978-1982 y como presidente de la República en el período 1982-1986, por el Partido Revolucionario Dominicano.
Sería una falta de objetividad de mi parte emitir juicios de valor sobre su gestión presidencial. Esa es la tarea de los historiadores. Cuando se vaya la pasión, su saldo será positivo.
Sí, puedo referirme al padre que era presidente. Recuerdo que fue objeto de críticas por ordenar que su caravana presidencial se detuviera en los semáforos, o que pagara el peaje, al igual que todos los ciudadanos. Asimismo, que un buen día decidiera detenerse en el malecón a tomarse un coco de agua. Igualmente, ordenó que su escolta militar se vistiera de civil, y no de militar, como ocurre en otros países. Mi padre había visitado varias veces Costa Rica, y siempre tuvo admiración por ese hermano país. La primera vez que supe que en Costa Rica no había militares, y que los ciudadanos se codeaban con el presidente en las calles fue de su voz.
De su experiencia en Costa Rica, decidió que los jueves de cada semana, el Palacio Nacional se abría al pueblo, a la gente, en lo que se llamaban las audiencias populares. Desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde, el presidente con todo su gabinete se establecían en uno de los salones de la primera planta del Palacio, y cada ciudadano que iba con cualquier petición que pudiese ser resuelta y decidida por el gobierno, salía con la solución en sus manos. Desde entonces, ningún otro gobierno ha hecho lo mismo, y sin embargo, me consta que en mis recorridos por el territorio nacional, siempre hay alguien que me demuestra su gratitud hacia mi padre por haber atendido una solicitud en aquellas audiencias populares.
Su talante democrático quedó también reafirmado por su apego a la institucionalidad cuando sometió el proyecto de reforma constitucional para prohibir la reelección presidencial consecutiva. Nunca la aupó ni permitió que fuese promovida por sus seguidores, pues a pesar de que no pudo lograr que, en ese momento, ese proyecto se hiciese realidad, no se repostuló, permitiendo la alternabilidad en la democracia dominicana.
Por razones de edad, no fui testigo de hechos en los que mi padre participó de manera activa, como fue durante la revolución de abril de 1965, o durante sus defensas en los tribunales ante las violaciones a los derechos humanos en la década de los setenta, o durante las campañas políticas de 1978 y 1982, o durante su ejercicio presidencial. El destino me colocó en la primera línea de fuego ya cuando mi padre estaba en plena desgracia política.
Desde el 16 de agosto de 1986, el nuevo gobierno hizo lo siguiente: Cada lunes, a las ocho de la noche, un funcionario dirigía un discurso al país desde el Palacio Nacional. Como era de esperarse, esas alocuciones tenían un solo objetivo: destruir política y moralmente a mi padre. Así transcurrió ese año, en medio de una soledad que cada día era más evidente.
El 1987 fue el año donde pude comprobar que mi padre era un roble, fuerte. Ya no cabían más acusaciones. Era la inventiva, la infamia, y la calumnia, a su máxima expresión. Cada día había una provocación pública. Hubo también aquella notificación para que compareciera como acusado ante un tribunal. Ese día, recuerdo que mi padre nos dijo a Dilia y a mí lo que iba a suceder, pero que había que mantener la calma. En contra de muchas advertencias, mi padre decidió asistir y comparecer a la citación. Recuerdo la fecha exacta, 28 de abril de 1987. Una juez ordenaba que mi padre fuese a prisión.
Fue el comienzo de un calvario. No había auditorio para escuchar a mi padre. Es decir, excepto honrosas excepciones, casi nadie escuchaba ni prestaba atención a lo que mi padre decía de que no había cometido ningún crimen y delito, que no era culpable de los hechos que le acusaban. Ese tiempo vendría después, pero la pasión política, unida al poder avasallante y el resentimiento, fueron implacables.
Mi padre nunca bajó la cabeza. Nunca perdió la humildad ni la sensatez. Fue perseverante y coherente. Resistió con dignidad todas las humillaciones a la que fue expuesto. Años después de haber sido descargado por no haber cometido ninguno de los hechos que le imputaron, mi padre me dijo con esa lógica que siempre utilizaba que “así es la política, Orlando, que es donde mejor se conocen a los seres humanos”.
Todavía me retumban en el oído aquel invento de que mi padre tenía una fortuna de más de quinientos millones de dólares. Otra de las tantas falsedades que tuvo que soportar con estoicismo. Mi padre muere, como mueren los servidores honestos y probos, en países como el nuestro: Espiritualmente rico, y materialmente pobre. Estamos orgullosos de tu ejemplo.
Salvador Jorge Blanco murió en paz. Sin guardar ningún tipo de odio ni rencor contra nadie, siguiendo las enseñanzas de Jesús, quien al filo de la muerte clavado en la Cruz, expresó: Perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Fue un jurista a carta cabal. Luego de la caída de la dictadura, mi padre pertenecía al sector profesional más progresista de Santiago, y por tal razón, junto a destacados empresarios y profesionales, fue uno de los fundadores del Banco Popular Dominicano, y de la Asociación para el Desarrollo de Santiago. Su oficina de abogados se constituyó en una escuela de formación de exitosos profesionales del derecho, y para la década del setenta, era uno de los bufetes más prestigiosos del país.
Paralelamente a su exitoso ejercicio profesional, mi padre también defendió a muchos dominicanos que sufrieron violaciones a sus derechos humanos en los doce años (1966-1978). Igualmente, en momentos en que una sociedad no entendía lo que era la violencia de género, mi padre fue el abogado de Miguelina Llaverías cuando fue maltratada y abusada en aquellos años oscuros.
Su legado está recogido en sus libros de texto que son bibliografía obligatoria y recomendada en las clases de Derecho en nuestro país.
Todo lo que fue y es mi padre, no podría contarse sin mencionar a su pareja, su ser más querido, Asela, mi madre. Desde que mis padres se conocieron, hubo el flechazo. Su noviazgo fue corto. Mi padre se empleó a fondo para conseguir que mis abuelos maternos, Alfonso Mera y Leticia Checo, dijeran que sí al matrimonio entre Asela y Salvador. Se casaron el 21 de septiembre de 1957. Desde el primer momento, mi madre fue no solo su esposa, sino su amiga, su consejera, su apoyo, en cualquier circunstancia.
Solo durante la revolución de abril de 1965, hubo una separación física entre ambos. Por razones obvias. Mi padre estaba en Ciudad Nueva, y mi madre en Santiago. Sin embargo, cuando ocurrió la batalla del Hotel Matum, ambos estaban juntos. Ni siquiera la cárcel los separó más. Cuando mi padre estuvo preso injustamente, mi madre llegaba a la prisión a las ocho de la mañana, y se retiraba a las seis de la tarde. Todos los días. A pesar de lo amargo de esos días, fue una extraordinaria lección de amor.
Mi padre sufrió la diabetes de mi madre, quien la padecía desde los 15 años de edad. Nunca estudió medicina, pero se hizo experto en diabetes. Sabía incluso hasta por la forma de dormir, o hasta por cualquier gesto de mi madre, que ella necesitaba tomarse un jugo de naranja con azúcar. Mi padre lo sintió y lo sufrió hasta aquella madrugada del 14 de junio de 2007.
En todos los momentos de la vida pública de mi padre, mi madre siempre estuvo con él. Como abogado, político, Jefe de Estado, padre de familia, esposo, amigo. En los buenos y en los malos. En la luz y en la oscuridad. En las alegrías y en las penas.
La Iglesia celebra hoy el Día de los Santos Inocentes, y el himno del oficio de lectura tiene dos párrafos que nos permiten entender este momento:
La furia del mal así
no puede vencer jamás,
pues, cuando me hiere a mí,
estás tú, Señor, detrás.
Estás para convertir
en corona cada muerte,
para decirnos que el fuerte
es el que sabe morir.
Hoy, 28 de diciembre, después de haber luchado como un gladiador, contra viento y marea, se está produciendo un reencuentro único. Hoy es el día en que conmemoramos el natalicio de mi madre. Y Dios le está dando a mi madre su mejor regalo: Le está regalando a mi padre para que nueva vez, estén juntos, en una mejor y feliz vida, en la Gloria de Dios. Ambos están felices. Ambos son ahora nuestros ángeles.
El Cuarto Mandamiento reza: Honrarás a tu padre y a tu madre. Eso es lo que hemos hecho, y eso es lo que Patricia, Orlando Salvador, Patricia Victoria, Dilia Leticia, Isabel Cristina, Elia Leticia y yo, seguiremos haciendo hasta el último de nuestros días, poniendo en práctica aquella frase que nuestros padres nos inculcaron:Unión, Fuerza y Amor
Venceremos.
Hasta luego, Papá.
Descansa en paz.